La cantante de ópera Teresa Berganza ha muerto este viernes en Madrid a los 89 años, según ha confirmado su hijo a EL PAÍS. Por deseo de la artista no habrá velatorio ni entierro público. La familia ha emitido el siguiente comunicado: “Addio de Teresa: ‘Quiero irme sin hacer ruido… No quiero anuncios públicos, ni velatorios, ni nada. Vine al mundo y no se enteró nadie, así que deseo lo mismo cuando me vaya’. Toda la familia respetamos su voluntad. Nuestro homenaje será recordarla en toda su plenitud y seguir disfrutando de ella a través de sus interpretaciones para recordarla siempre”.
Teresa Berganza deja un inmenso vacío que llena la historia de la ópera. De pocas personas se podía aprender tanto lo que es saber mantener alta la dignidad de su arte. Tan graciosa e impredecible como rigurosa y seria para lo suyo. Gran testigo de su tiempo, poseía un radar realista hacia el pasado y buen ojo para el futuro. Se mostró siempre castiza y modernísima. Fue una joven que supo defenderse y desenvolverse por la Europa de posguerra y pronto asimiló con una gran carrera internacional el cosmopolitismo sin renunciar a un punto de vista estrictamente madrileño de la vida. Ella, que nació en la calle San Isidro, muy pronto se comió el mundo.
Se armó para ello. Formándose a fondo. Estudió piano, armonía, música de cámara, composición, órgano y violoncelo. Pero se dedicó al canto después de pasar por el aula de Lola Rodríguez Aragón. Despuntó ya en su primer recital en Madrid. Este tuvo lugar en el Ateneo, un 16 de febrero de 1957, algo que le dio alas para entrar por primera vez con un papel en escena: un Trujamán de El retablo de maese Pedro (Falla) en el Auditorio de la RAI, aquel mismo año en que también tuvo la oportunidad de debutar con el papel de Dorabella en Così fan tutte dentro del festival de Aix-en-Provence (Francia).
Después llegaron más éxitos en el Reino Unido dentro del Festival de Glyndebourne o su debut junto a Maria Callas en una Medea un año después en Dallas (Estados Unidos). De ahí, a Viena, en 1959, junto a Karajan con Las bodas de Figaro, también con Giulini y un viaje a los siglos XVII y XVIII de la mano de Purcell, Haendel, Monteverdi, que le ocupó el principio de los años sesenta. De Mozart y aquellos retos barrocos pasó al bel canto junto a Alfredo Kraus, con El barbero de Sevilla, luego el Metropolitan y la Scala la recibían con Las bodas de Fígaro mozartianas y la mencionada ópera de Rossini junto a Claudio Abbado. Esa que la consagró como icono y experta en el repertorio endiablado del creador de Pesaro, lo que no le apartaba de riesgos como meterse en un montaje de Don Giovanni, dirigido por el cineasta Joseph Losey y con Lorin Maazel en el foso. A ese nivel discurrió la carrera de Berganza, que continuó en los setenta con diversos hitos en Salzburgo, Edimburgo, el Liceo, junto a Karajan, Abbado, Kubelik… Los de una auténtica figura que ha sabido nadar entre lo más pegado a la tradición sin miedo a una radical modernidad. Ese instinto para saberse puente lo fue construyendo con una mentalidad fascinante, una manera de ver la carrera y su vida fuera de la norma.